Esa noche soñé con ella por primera vez. Tan difusa su imagen en la realidad como en el sueño, la mujer roja me tocaba y la piel quemaba, pero no dolía. Olía a pelo chamuscado, a víctima de un demonio, a amor sin mañana. Cuando me desperté estaba muy transpirado, y las sábanas humeaban en silencio.
Al día siguiente llegué a la conclusión de que ella era una alucinación producida por la falta de sueño o el exceso de antidepresivos. Me convencí de que la visión del colectivo había sido un delirio momentáneo, o que me había quedado dormido. Ese tipo de cosas pasan seguido... no?
Pero a la tarde tuvimos una reunión de trabajo con varios socios del buffet. Estaba concentrado en los números y datos que tenía que informar en la reunión, cuando la vi sentada en un rincón. Piernas cruzadas, un brazo sobre el regazo y otro sosteniéndole la barbilla. Me estaba sonriendo. A mí. Se me cayeron todos los papeles y los levanté, muy nervioso. Miré a los otros socios del estudio pero ningún otro parecía prestarle atenció a esa silla de rincón donde una mujer roja presenciaba la reunión. Mi actitud de espásmico le divertía. Se reía con dulzura viéndome ordenar los papeles, mirar de reojo y ponerme nervioso como un nene de primaria. Sus chispitas saltaban al rededor sin llegar a tocar nada, y se dedicaba sólo a mirarme trabajar. No prestaba atención a lo que los demás decían, y yo tampoco. De repente un compañero me tocó el hombro, era mi turno para hablar. Empecé a balbucear tontamente, leyendo cifras desordenadas, sintiendo de repente mucho calor. La vi reirse, divertida de mi bochorno, pero con mucha ternura, como una novia cuando te ve tropezar en la calle. Apagaron la luz para mostrar unas diapositivas, y de repente todo se oscureció demasiado. Ella brillaba como una antorcha encendida que empezaba a consumirse. Movió los dedos de una mano, como un saludo, y se la tragó la noche. Cuando las luces volvieron, mi miedo se confirmó: había desaparecido otra vez.
Soñé con ella por segunda vez. La veía e intentaba hablarle, preguntarle quién o qué era, qué quería conmigo, algún tipo de explicación, pero ella se limitaba a reirse y besarme la punta de la nariz hasta que me abandonaba a abrazarla una vez más.
Al día siguiente la busqué por todas partes. Cada paso que daba era una posibilidad de encontrarla en una esquina. En el estudio pasé algunas veces para mirar la silla vacía desde la cual me había mirado toda la reunión, pero nunca volvió a aparecer. Para las nueve de la noche ya había perdido las esperanzas, y además tenía una cita con Sofía, una chica con la que venía saliendo hacía ya varios meses. Me bañé, me empilché, me vestí como un macho ganador y salí a la calle despreciando una mujer imaginaria para ir a buscar una real.
Durante la cita ya había logrado relajarme. Sofía es una mina simple. No muy brillante pero con un lomazo impresionante. Además cocina como los dioses, y se deja manosear como corresponde. La cena estaba exquisita y el vino aún más. Al poco rato mandé a Sofía a arrodillarse ante mí para que disfrutara de su postre. Ya estaba sumergido en el placer, cuando de repente la volví a ver. Mucho más cerca que cualquier otra vez en vigilia, la mujer roja se me acercaba lentamente, radiante. Debo admitir que me asusté. Sobre todo cuando empecé a sentir las chispas sobre mi piel, reales, quemando sin doler. No me atreví a detener a Sofía, estaba paralizado. Y entonces, con voz de lava dulce y aliento a cenizas frescas, la mujer roja me susurró al oído:
Respondiendo a tu pregunta, yo soy todo lo que te falta.